sábado, 29 de septiembre de 2012

Cuento 5

Cuento 5 Si la calle 11 pudiera hablar La calle amplia, llena de miseria, me recordó la noche anterior. Una lluvia copiosa caía sobre mi cabeza y cuando reaccioné sólo atiné a decirme a mi mismo, ¿qué es el amor? En el campo verde se dibujaba la luna redonda y llena de manchas, manchas blancuzcas que la volvían más intrigante. Fue así como recordé lo que había durante la tarde, no había nadie en la casa de María y me fue fácil convencerla de lo que deseaba. Esa tarde fue especialmente cálida y las gotas de sudor recorrían su cuerpo, mientras la desnudaba. Un espejo bruñido de plata era el testigo de lo que vendría. El calor agobiante, recorría mi cuerpo, mientras me preparaba para lo inevitable; su lecho era más bien precario y hasta un poco terso. Sin embargo, lo que importaba en ese momento era fundirse con ella y sentir su calor. Sí bien, era una mujer en todo el sentido de la palabra, su mente era todavía la de una niña. Así que tuve que jugar al truco barato y simple de convencerla con palabras llenas de zalamería, de llevarla a la cama. Fue un mete – saca mecánico sin un barniz de ternura, esto fue algo que me molestó al principio porque esperaba como mínimo su respiro cerca de mi cuello y lo único que obtuve fue un escueto “Buenas noches y adiós”. Salí de la casa y estuve tentado a entrar de nuevo, pero recordé sus frías palabras de fútil despedida y decidí largarme, después de todo, el día estaba muriendo y en poco tiempo, el sol se ocultaría y los seres de la noche jugarían consigo mismos, hundiéndose en un mar de éxtasis y placer sobrenatural. Eso era lo que afanosamente estaba buscando aquella tarde. El olor del cigarro llegaba con su hedor insoportable, sin embargo, Adair reía ante mi cara de asco. Decidí alejarme del lugar, una sucia y maloliente esquina en donde los olvidados de Dios se escudaban en la vagancia. Ropa rota por aquí y por allá, papel periódico usado como higiénico y perros con mirada siniestra flotaban en el áspero y seco ambiente. El final estaba cerca y con aparente desazón, mi vida. Un enorme piquete de Anopheles en mi brazo derecho anunciaba al mortal paludismo; sin fuerzas para escribir no tengo nada más que decir: sólo una infinita compasión por mí y la duradera muerte por venir…

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