sábado, 29 de septiembre de 2012

Cuento 8

Cuento 8 Fungi Hoy comienzo con mi primera clase de Hongos en la Universidad. Una materia interesante y que representará un reto. La profesora es una treintañera, cabello largo y negro, con marcas de belleza por todas partes y llena de experiencia. Mis compañeros son tan entusiastas como una colmena sin abeja reina. El tedio se apodera de la concurrencia y ni siquiera las vívidas imágenes de hongos parasitando a otros organismos, logran despertar interés. Yo observo las imágenes y me imagino que en el mundo viviente, las leyes así están escritas. Y un organismo tiene que sobrevivir a expensas de otro. La profesora habla de su morfología y de su taxonomía. Términos que explican poco, aclaran menos e implican nada. Espero con ansiedad, la visita de campo. Será a un lugar inhóspito y perdido en algún estado rico en vida vegetal y animal. Cuando llega el día pactado, todos suben sus cosas: equipo de laboratorio, ropa y unas cuantas botellas de cebada fermentada con levadura. Sí, se nota que desean estudiar los hongos más profundamente. Comital. Si ese es el nombre que recibe nuestra población que visitaremos. Los lugareños son reservados y hasta hoscos. Nuestro guía es un joven indígena que narra los inicios del pueblo y como la maldita urbanización acabó con todo. Después de un recorrido turístico, la profesora decide convivir más de cerca con el guía y nos deja sin supervisión. El grupo integrado por 9 personas, entre ellas 4 mujeres y 5 hombres decide apartarse. Uno decide ir al pueblo y emborracharse en una sucia cantina. Los otros preferimos dar un paseo por los alrededores. Lo primero que notamos es la poca presencia de animales, casi no hay ardillas, ni topos y mucho menos una juguetona nutria. Todos seguimos una vereda casi oculta que el viento despejó. Caminamos con cuidado porque no queremos caer en el fango o astillarnos una pierna. El más irreflexivo del grupo recuerda que su mochila está atascada de latas de cerveza. Latas y más latas corren en medio de la multitud, un compañero y yo decidimos no probar gota. El camino que seguimos está lleno de obstáculos y por fin damos con algo interesante: un río. Un río salvaje y lleno de musgos y líquenes. Vadeamos la orilla y a continuación notamos lo más extraño que pudimos haber visto. Un hombre joven alimentando a un hongo de metro y medio con insectos y otras alimañas. El hongo era rojizo con manchas oscuras y lleno de vesículas por las que entraba el alimento. Esto no era todo, veinte hombres más repetían ese espectáculo. Una compañera llamada Tanzania quiso gritar pero la mano de su novio, Albertuzco, evitó que nos descubrieran. Lo bueno de todo era el hecho de estar ocultos tras unas piedras. De inmediato decidimos huir y correr por nuestras vidas. Nuestros pasos se perdían en la espesura y a veces caímos. No cejamos en nuestro empeño y dimos de nuevo con el camino al campamento. Al llegar notamos que nuestra profesora y el joven guía lucían hasta más jóvenes y lozanos. Nadie bromeó sobre esto, y lo más raro de todo fue lo que aconteció en la noche al partir. Nuestro compañero, hijo de cantina, regresó e iba cargando una curiosa botella que llevaba una etiqueta grabada. En ella se veía el dibujo del hongo que habíamos visto alimentar. Todo mundo supuso la conexión y preferimos no decir nada. Pero desde aquel día nadie del grupo 5033 ha probado una cerveza o algún otro fermento hecho con levadura. ¡OH sorpresas! ¿Cómo saber si son agradables o son puro veneno?

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