sábado, 29 de septiembre de 2012

Cuento 9

Cuento 9 La noche que el búfalo murió Me llamo Otzi y soy cazador. Pertenezco a la vieja raza Sapiens que domina estas planicies en donde estoy parado. Del pasado sólo nos quedan leyendas que un viejo brujo menciona: casas tan grandes como montañas, aves hechas de hierro y sobre todo los recuerdos de una vida ajetreada y sin chispa. Todo eso quedó destruido en el mito por una luz encendida que barrió la faz de la Tierra y envenenó a todo el planeta. En nuestras crónicas, ese hecho ocurrió hace milenios. Ahora sólo somos retratos mudos de aquellos recuerdos. Toda la sabiduría de aquel tiempo quedó encerrada en aparatos de forma cuadrada, con un alfabeto primitivo que no comprendemos en su totalidad. Mientras tanto, mis compañeros de tribu y yo decidimos salir a cazar. Será una caza fatigosa y bastante extenuante. El búfalo cuerno dorado es una maravilla. Ancho, amplio de espaldas y caderas, una bestia cobriza con unos cuernos enormes. Sabemos del peligro que representa atacar a esa manada y morir con las costillas aplastadas. Aparte, las jaurías de chacales suelen aproximarse en demasía a nuestras presas. Decidimos salir al amanecer y encargar el campamento a nuestras afanosas mujeres. Ellas cuidan a los chicos, recolectan frutos y sobre todo ESPERAN. Es difícil vivir así, porque en cada cacería, tu mujer puede recibir la noticia de que has muerto. Esto endurece sus corazones y cuando llegan a haber pérdidas, tratan de olvidarlo y soportar el duelo. Qué espectáculo es ver a aquellas, cuyos maridos retornaron, los cubren de besos y sus manos recorren sus cuerpos para cerciorarse que no son malos espíritus. Mi mujer es hermosa, cabello negro, largo y unos ojos tan verdes como el jade. Su mirada me envuelve y me tranquiliza, ella cura las heridas que dejó la batalla y sobre todo me acaricia con sus delicadas manos. Siempre que regreso de cada cacería, ella me espera y decidimos dar un paseo nocturno por los alrededores. El lugar donde vivimos es un amplio valle, con vegetación en forma de pastizal. Cosa rara, existen ríos subterráneos donde creemos habitan los dioses de la noche. Cuando los pájaros dejan de cantar, se puede escuchar el rumor del agua correr, y una especie de murmullo sordo acompañado de aleteos. Hay gente que ha visto a esos dioses, tienen cara achatada y de color gris, chillan en demasía y aunque están llenos de pelo pueden volar. Los tratamos con respeto y les ofrecemos frutas, eso parece gustarles y después de su banquete nocturno, aletean y se sumergen en las profundidades planetarias. A pesar de todo, en mi raza no existe la superstición, sabemos que la Naturaleza lo es todo y todo lo que forma parte de ella es indispensable. El equilibrio y el caos los reemplazamos por algo llamado talpía. Un concepto que une a ambos y los integra tal como un diamante de varias caras. Nuestras leyes son básicas y nunca usamos la fuerza, el único castigo es el aislamiento. Si alguien roba o asesina a otro, no es juzgado, sólo lo abandonamos a su suerte en un remoto punto de la llanura. Lo básico para mi pueblo es la vida y eso es un misterio que ningún milenio ha descubierto. Si cazamos a esa bestia hermosa que es el búfalo es porque necesitamos su carne y su piel para confeccionar ropa y utensilios. Sólo atacamos a animales escogidos y nunca nos excedemos en la matanza. La cacería de mañana será un misterio y el aire de la luna es muy singular. Así pues, salimos diez hombres a hacerles frente a cuarenta bestias. La manada siempre al medio día toma agua en las márgenes del río. El plan es sencillo: matar a cuatro y transportar los restos en una vieja máquina que enciende al meterle una llave. Es un vehículo amplio y que lleva asientos y atrás un compartimiento. Lo robamos de una tribu cercana que por descuido lo abandonó a su suerte. Empezamos a caminar con mucho cuidado, tentamos el terreno y vemos a la manada. A un grito del líder nos abalanzamos y con arcos y lanzas de dura obsidiana hacemos mella en tres búfalos. Uno está rabioso y echa espuma por la boca, logra aplastar a tres compañeros y de un flechazo bien dado por fin cae. Los heridos agonizan y desfallecen. Los siete restantes cargamos el festín y después de echar todo al vehículo partimos. Después de todo esto, vemos un aparato singular en el cielo, una especie de centella que recorre el firmamento. La centella se acerca y bajan hombres con traje y casco. Son dos y sorprendentemente dicen venir del cielo. Los escuchamos hablar con expectación de las maravillas de un régimen nuevo para nosotros llamado tecnocracia. Tratan de mostrar bondad y al verlos así de solos, decidimos que nos acompañen al campamento. Una vez ahí, siguen charlando y mostrando ciertos aparatos nos hacen ver que nuestra vida vale poco. El líder de nuestra tribu es seducido por los extranjeros y pronto somos esclavizados y aprendemos técnicas y oficios. Aprendimos a templar el hierro y a construir máquinas. Fue una labor dura y que no gustó a nadie. Mi esposa y yo nos encontrábamos inquietos y así un día con el pretexto de ir a recolectar piedras de hierro escapamos. Ella tenía miedo, pero la estreché entre mis brazos, le susurré algo al oído y partimos. Para escapar atravesamos por esos ríos subterráneos y poco a poco, fuimos sintiendo el agua cubrir nuestros cuerpos. En un momento, nos abrazamos y el batir del río nos llevó a la salida. Ahora un paisaje diferente se abría ante nuestros ojos, un océano lleno de vida y azul como un cristal. Vimos nuestro reflejo en ese plácido mar y acampamos en la playa. La vida fue difícil al principio, comimos peces y otros animales con la concha dura. Nos adaptamos y ahora espero no saber nada de esa aldea que dejé y contaminó algo llamado tecnocracia. Ella está conmigo y mientras esa playa inmensa sea nuestro refugio, podremos ver salir el Sol y verlo ocultarse hasta la próxima eternidad. “Técnicas y más técnicas, todavía más tecnología y el viejo corazón del hombre siempre estará latiendo igual”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario